Como cada domingo a las cinco, se pusieron su mejor traje y se fueron a dar un paseo por el parque. Ella cogió una chaqueta por si refrescaba a la vuelta. Él no paraba de hablar, de todo y de nada. Del trabajo, de su pueblo, de los niños... Ella colgada de su brazo, pisaba las hojas. Miraba a los ojos y a las manos de las parejas. Corría con la mirada detrás del balón. Se ponía triste cuando se le caía el helado a un niño. Sonreía al descubrir que había pintado de rojo la nariz de los leones del puente. Se alegraba si tenía la suerte de ver saltar alguna trucha en el Bernesga. Se fastidiaba si apagaban la fuente de Santo Domingo justo cuando pasaban a su lado. Volaba con las palomas espantadas por la carrera de un niño travieso.
Ya en casa. Él callaba. Ponía el transistor y releía el diario en la cocina. Ella canturreaba mientras hacía la tortilla y dejaba reposar la sopa de ajo.
Nunca me pregunté si se querían o no, pero echo de menos el olor de la cebolla frita, su voz desafinada y aquellas calmas de domingo.
- Creo que está prohibido espantar a las palomas, Pena.
- Antes no se podía pisar la hierba, ahora no es recomendable hacerlo. Mundo aséptico y escéptico este...
4 comentarios:
Nostalgia de los abuelos... yo echo de menos el olor de las magdalenas y aquella voz que llamaba al teléfono y preguntaba por Margalida, por no hablar del cambio de hora.
Un abrazo otoñal, de hojas caídas.
Sin duda, ella disfrutaba más que él.
Saludos, Bicefa.
Pues que existierán esas tardes de domingo creo que se acerca mucho al amor...
Sin duda, es algo parecido al amor...
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